*Su historia data del siglo XVIII, el adorno en forma de perro habría sido colocado por el entonces propietario de la antigua edificación, en supuesto agradecimiento al canino
Jaime Carrera
Puebla, Pue.- Bajo los ardientes rayos del sol, una intempestiva lluvia o cubierta por la sombra de las nubes que adornan el cielo del Centro Histórico de Puebla, yace paciente, alerta y atenta una mítica estatua: el vigía de Santa Inés, erigido en lo alto de una casona en la esquina de la 3 sur y 9 poniente.
Basta con detenerse, alzar la mirada y apreciar a ese perro que aguarda para ser apreciado y que detona en sus admiradores una infinidad de cuestionamientos. Una interesante figura que aviva la curiosidad de propios y extraños que aún transitando diariamente por allí, desconocen la historia del animal.
En torno a su existencia hay recuerdos, mitos y leyendas, hay verdades y mucha historia, tanta como el mismo inmueble que se encuentra debajo de él, por algo es conocido como la Casa del Perro, en cuya atmósfera urbana se mezclan los olores del pan recién salido del horno y la música del mariachi.
Sólo un movimiento telúrico pudo acabar con el original vigía de Santa Inés, un tanto más burdo, menos definido, pero igual de cauteloso al actual de barro que gracias a la colecta de vecinos y locatarios fue repuesto, colocado y anclado a una base con varillas, para seguir cuidando del antiguo barrio.
Su historia data del siglo XVIII, el adorno en forma de perro habría sido colocado por el entonces propietario de la antigua edificación, en supuesto agradecimiento al canino. Corría la época de la inquisición y a Puebla desde España arribó Don Juan de Illescas, quien en una disyuntiva eligió ese lugar para vivir.
El inmueble comenzaría a ser ocupado como centro de esclavitud a manos de Illescas que según narraciones colectivas, fue un hombre judío que mintió para asentarse como español en la Ciudad de los Ángeles y cuyo nombre real fue Isaac Sefarad, que terminó por asentarse allí junto con su esposa e hija.
La familia Illescas fue un referente, a esa casona arribaba lo mejor de lo mejor proveniente del otro lado del mundo: porcelana, muebles, seda y especias, todo distribuido entre las familias adineradas de aquella Puebla, cuya opulencia se mantenía de uno de los lados del río Almoloya o San Francisco.
Pero el impostor había sido objeto de investigación ante la riqueza y ostentación y la Santa Inquisición hizo lo suyo. Isaac fue arrestado y llevado a un calabozo, pero esa misma noche, a su esposa se le apareció un perro con los ojos rojos, brillantes, que la llevó hasta un cofre lleno de oro, debajo de un canino enterrado y un cartel: “Al único amigo que tuve”.
A la familia no se le volvió a ver, de manera extraña, Isaac habría logrado escapar del calabozo, quizá, tras la compra de voluntades con el brillante metal que llevaba consigo su esposa. Otros más dicen que, habrían sido vistos al norte del país, en Monterrey, el resto de su pasado se convirtió en leyenda.
Aún los abuelitos que alimentan a las palomas que retozan en la fuente al centro del parque de Santa Inés cuentan esa historia, han sido vecinos del famoso perro. Otros más, ensalzan las narraciones: la vivienda habría pertenecido también a un conquistador español que dominó la región de Tepeaca.
Historias seguramente habrá muchas, lo cierto es que desde el amanecer o hasta cuando el sol comienza a caer, allí aguarda el vigía de Santa Inés, el mejor amigo de hombres y mujeres, la figura que desboca imaginación y que hasta, dicen, lanza un aullido seco por las noches cobijado por una imponente luna.